No Supe Cómo Decirle a Mi Madre Sorda que Tenía Cáncer Terminal
Andrea Vega | N+
La historia de Conchita muestra cómo el sistema de salud falla a quienes no pueden oír. Diagnósticos tardíos, decisiones mal informadas y dolor familiar es lo que queda por falta de intérpretes.

Anahy y Karla sostienen la foto de su madre fallecida, Conchita. Foto: Silvana Flores | N+
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¿Ya es todo?”, recuerda Cony Barrera que le preguntaba su madre, Conchita Arceo, persona sorda, cuando salían de consulta en el Instituto Nacional de Cancerología (INCAN) después de solo diez minutos de estar con el oncólogo.
Conchita se quedaba con muchas dudas, que no podía preguntarle directo al especialista porque él no sabía lengua de señas y no había en el Instituto un intérprete profesional que pudiera ayudar a la comunicación.
Conchita murió en 2023, a los 55 años, por un cáncer de mama diagnosticado muy tarde, en gran medida por las barreras de comunicación.
En el álbum de fotos familiar, Conchita aparece en una fotografía subida en el podio. Fue corredora de joven y amaba participar en competencias. En otras imágenes aparece con su familia: su esposo, Pedro Barrera, y sus hijas, Cony, Karla y Anahy. En muchas se le ve con una sonrisa, festejando la vida, aún en medio de los impactos del cáncer.
En el INCAN, la intérprete de Conchita era Cony, de entonces 16 años. La adolescente entendía poco de la supuesta fibrosis diagnosticada a su madre y lidiaba con la pena de decirle al médico todas sus molestias.
“Me daba pena, por ejemplo, decirle que a mi madre le dolía el pezón, no sé por qué pero me daba pena, yo era casi una niña en ese entonces”, dice Cony.
Ni la adolescente ni su mamá sabían las señas específicas para palabras como fibrosis, cáncer o biopsia. Se Inventaron unas y así se comunicaban entre ellas. Era 2006. A Conchita la refirieron al INCAN por una bolita en el seno y dolor. Tenía 39 años.
El pico de la frustración llegó cuando, meses después de acudir, por fin determinaron en el INCAN que debían hacerle una biopsia. Solo que Cony no podía ingresar, aunque fuera su intérprete, por ser menor de edad.
“Les expliqué que tenía que entrar, que ella no podía estar sola porque no iba a saber ni qué hacer ni les iba a entender nada, pero no quisieron darme acceso y suspendieron el procedimiento”, dice Cony.
El esposo de Conchita, comerciante ambulante de ocupación, también es persona sorda, así que no podía ser el intérprete y Cony era la mayor de las hijas. Las tías y demás familia no sabían bien el lenguaje de señas. El hospital no entendió eso.
Se quedaron con el diagnóstico de fibrosis y así siguieron tratando a Conchita durante ocho años, en los que el cáncer avanzó.
De acuerdo con la Encuesta Nacional de la Dinámica Demográfica (ENADID) 2023, del Inegi, en México se identificaron 1,745,156 personas con dificultad para oír, aun usando aparatos auditivos, y 4,076,181.3 con limitaciones para escuchar.
N+ consultó con el IMSS, el ISSSTE, el IMSS Bienestar y la Secretaría de Salud y encontró que no tienen intérpretes que ayuden a las personas sordas y a sus familias a atravesar por este tipo de situaciones.
El ISSSTE respondió en una tarjeta informativa que trabaja para capacitar a su personal de hospitales en lengua de señas, sin dar detalles de iniciativas ni número de participantes. También señaló que se revisan las vías presupuestarias para la contratación de un intérprete en el siguiente ejercicio fiscal, lo que quiere decir que por ahora no tienen.
El diagnóstico que llega tarde
Conchita se enteró, después de esos ocho años en el INCAN, y dos de estar sin visitar al médico por la frustración de que sus molestias no se acabaran, que tenía derecho al IMSS, con el que contaba su papá, y que podía extenderle a ella por ser persona sorda. Acudió a un hospital en Guadalajara, donde vivía su familia, ahí le diagnosticaron lo que en realidad tenía, cáncer en etapa avanzada.
Para entonces quien la acompañaba a consulta era su hija de en medio, Karla. Cony había sido recién madre de gemelos y se le dificultaba viajar con su mamá para las citas.
A Conchita, de entonces 50 años, le hicieron una mastectomía. Le quitaron ganglios para saber si el cáncer se había extendido. El resultado no fue bueno. Pero Conchita no pudo escuchar cuando la radióloga le explicó a su hija que ya había metástasis. El cáncer se había extendido a varios órganos y seguiría invadiendo más, sin que hubiera opción de tratamiento.

Karla, de entonces 23 años, no quiso romperle a su madre la felicidad. La consulta había empezado con júbilo. Conchita estaba radiante ese día. Era finales de 2018. La señora lucía fresca y feliz. La radióloga que la atendía le dijo que la veía muy bien. La señora le pidió a Karla que le explicara que se estaba cuidando mucho, que se hacía jugos todos los días y estaba muy positiva.
“Se sentía muy orgullosa de cuidarse, de sus batidos y de su buen ánimo”, dice Karla. Cuando la radióloga vio los resultados más recientes de los estudios y pronunció la palabra metástasis, a su hija se le nublaron la mente y el alma.
“Mi mamá había llegado tan alegre y esperanzada a ese consultorio que no pude romperle la alegría, el orgullo de ir bien, y cuando me preguntó qué me estaba diciendo la radióloga, le dije que decía que iba muy bien, que tenía que seguir en estudios y con el tratamiento”.
Karla y Conchita no tuvieron un intérprete que las acompañara en ese momento, alguien preparado en lengua de señas y en dar esas noticias, que supiera cómo manejar la situación y amortiguara el golpe para la señora y el peso de la información para su hija.
Después de esa consulta, Karla reunió a sus dos hermanas y a su padre. Les dijo que el cáncer se estaba extendiendo, pero que no le había dicho a su madre y les pidió que no le dijeran. Cony se resistió un poco, pero al final todos acordaron no hacerle saber la verdad.
Hace dos años que Conchita murió y Karla, que es madre de dos varones y se dedica a hacer cejas, a las relaciones públicas y a la interpretación de señas, todavía no sabe si hizo bien o mal. Tiene culpa y esa culpa de no decirle la verdad a su madre por mucho tiempo la hace despertar en medio de la noche entre pesadillas o derrumbarse durante el día.
Lo cierto es que Conchita vivió cinco años más después de ese diagnóstico terminal, y sus hijas aseguran que nunca antes la habían visto tan feliz y plena como en esos tiempos.
Conchita era una buena madre, procuraba que la casa en la que habitaba con sus tres hijas y su esposo estuviera siempre limpia. La comida preparada y a tiempo siempre. Sus hijas bien atendidas. Pero le costaba expresar el amor que les tenía.
La mujer tuvo una madre de carácter recio. Su refugio eran su padre y su hermano, solo que ellos murieron cuando era niña. A Conchita le costaba entonces expresar amor o alegría. Hasta su forma de vestir reflejaba eso. No usaba colores encendidos, ni flores, ni nada así. Fue a finales de 2018 cuando le diagnosticaron cáncer. Tenía 50 años.
Cinco años de luz
Karla, menuda, bajita, naricita respingada, las facciones finas enmarcadas en un aire dulce, pero melancólico, está sentada en el comedor de su casa. Tiene el celular en las manos y los ojos encendidos por la mezcla de alegría y dolor. Muestra las fotos y los videos en los que aparece su madre en sus últimos años de vida, los mejores, repite.
Después de su diagnóstico, Conchita cambió hasta su forma de vestir. Empezó a usar colores llamativos y flores en la ropa. Aretes largos, muy mexicanos. La sonrisa pintada en carmín. A Karla le cuesta elegir los momentos en los que la vio más feliz en esos años, son muchos, dice.
Recuerda su último cumpleaños, cuando embarró a todos en pastel y aquello derivó en una guerra de merengue, que dio paso a un baile, tan animado, que Conchita y sus amigos sordos no se enteraron que se fue la luz y la música y siguieron bailando.
Recuerda también a Conchita tirada en el suelo jugando con sus nietos, metida con ellos en la alberca inflable o en la cama conversando. “Hizo todo para dejarnos buenos recuerdos, momentos muy especiales, sus nietos la aman y la extrañan mucho por todo lo que compartieron con ella esos años”.
Karla también recuerda la rapada masiva de la familia cuando a Conchita se le empezó a caer el cabello por las quimios. “Yo amaba mi pelo largo, pero decidí raparme junto con ella, fui la primera, pero acabamos rapándonos todos”.
Anahy Barrera, la hermana más chica, abogada de profesión y jovialidad desbordante, dice que ella lo que más recuerda de su madre y que le quedó de ejemplo es priorizarse y disfrutar todos los momentos.
“Antes del cáncer mi mamá decía, me voy a comprar esa blusa, pero la voy a ocupar hasta una ocasión especial, o se privaba de cosas que le gustaban. Después del cáncer decía, me voy a comer este pan porque quiero o me voy a poner esta blusa hoy porque hoy es especial, porque hoy es un día bonito, porque estoy viva”, recuerda Anahy.

Durante todo ese tiempo, a Conchita le suministraron quimioterapia varias veces. A Karla no la deja vivir la duda de si su madre debió saber que nada iba a curarla. Fue hasta que el cáncer ya se había extendido mucho y Conchita comenzó a decaer que Karla decidió decirle la verdad.
Conchita estaba sentada en su sillón favorito. Karla fue hacía ella. Se arrodilló y entre lágrimas le explicó que el cáncer se estaba extendiendo desde hacía años, y que no había remedio, pero no había sabido cómo decírselo.
El primer impuso de Conchita fue levantar a su hija, para que no estuviera arrodillada, Karla no podía levantarse del llanto y el cúmulo de emociones. La madre le dijo a su hija que estaba bien lo que había decidido, que mucho había hecho con estar a su lado en todo momento.
A los tres meses, Conchita decidió que ya no quería seguir con el tratamiento, solo los cuidados paliativos. No se estaba rindiendo, estaba decidiendo su propia carrera. A las pocas semanas trascendió, rodeada de amor y cuidados.
“Sigo con la duda, sigo creyendo que ella tenía derecho de saber, y ese dolor no me deja, pero tuvo cinco años muy buenos y el sistema de salud no nos dio el apoyo que se necesitaba en el momento de hacerle saber a ella lo que estaba pasando”, cierra Karla.
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